© Ricardo Ángel Minetti




© Ricardo Ángel Minetti

I

después del resplandor
ya no hubo nada,
o nada que no fuera lo terreno
desde siempre sabido,

así se reveló la investidura
la carnadura férrea
del sustantivo sórdido

mundo sin tembladeral celeste alguno

después del resplandor
qué dónde estaba,
después del resplandor
qué cuándo fuera visto,
y si era yo por qué las cosas
me negaban tanto,
si yo jamás me puse a pregonar
su realidad tan pobre

II

yo subía desasido de mí
en pos no sé de qué llamado luminoso
y héte aquí que fui dócil
como cuando en la fronda renegrida
hurgaba con mi mano
en busca de la flor que sin ser vista
aromaba el jardín
y la alcoba sin nadie
donde me aguardaba
el tormento de tu ausencia

III

vértigo de ascender
sin llevarse uno mismo
con su carga de huesos y de carne,
con su sangre sufrida
y tantos años: todo aquello
de lo que la hermosa tierra
testimonia

y sin que hubiera arribo a lo más alto
reclinado a los pies de mi lecho revuelo
vi desde lejos el destello amado

IV

yo trepé por el rayo
que baja desde el cielo
para quemar las frentes y la tierra

abrió llagas que surten resinas, manan sangre
desgarrando los troncos en astillas
y la piel con la herida quemante del estigma

y yo subía hasta que al fin la soga
se acabó y desde el destierro me llamó la piedra
- en el fondo del agua es pura y tiene frío

V

días hubo de mí
en que al cerrar los ojos
nada quedaba oscuro
yo no quedaba sólo
con mí mismo en el retumbo de mi sangre
y escuchando el afuera
como un mundo del cual
alguien se aleja
mirando como un ángel temeroso

no había más que albura
para todas las cosas
y supe ser muy turbia
la luz de la tristeza

VI

oh relámpago azul
que en medio de la noche
dejas ver la amenaza de la negra tormenta,
por un momento dejas
mi vista traspasada por la espada
de un encandilamiento prodigioso,
todo es blanco un instante,
renace en mí el anhelo del martirio,
y es hermoso sentir que comienza la lluvia
con su repique sordo,
el canto solitario de un pájaro en la noche
y el olor de la tierra mojada,
y el mordisco sutil de las gotas heladas
en la piel,
dones ellos del mundo conocido,
y otra vez me convenzo de que la tierra me ama
y es mejor que no mire de frente los relámpagos.

VII

entre las frondas verdes
que oscurece la noche
se abren manos nupciales
manos enguantadas
por la mortaja intacta
de ceremonias nunca consumadas
atroz velo de novias
destinadas al cortejo de vírgenes

y qué hermoso saber del sacrificio
y qué fatal saber de la hermosura
y que aquí, en nuestra tierra,
las magnolias orantes
más que manos son lámparas prudentes

VIII

Pedro, Santiago y Juan
ascienden en silencio hacia la cumbre
por el sendero angosto
que en las laderas áridas
del monte serpentea. Es plena noche.

Otro marcha con ellos,
con sus pies y su túnica que manchan
los senderos terrenos,
que lastiman las piedras
y las zarzas que son creaturas suyas.

Pedro, Santiago y Juan,
en medio del silencio de la noche,
ya más cerca del cielo,
en una cumbre sola
desde donde se ven todos los astros.

En medio ora el Mesías
y de repente el mundo ya no tiene
más que mirar su gloria,
y ofrecer sus materias
como leños, al fuego que aniquila.

Ni la nieve más pura,
ni las bocas sedientas de la sal,
calcinadas de sol,
ni la cal, ni la harina,
podrían ser más blancas que su aura.

La luz nimba al que ora;
con Él bajan a hablar Moisés y Elías
que no entornan sus ojos,
como los tres que temen
y que ha cegado el resplandor celeste.

Mas los ojos humanos
se reconfortan con la augusta nube
donde el trueno es la voz
y el relámpago el signo
ante el cual se posternan piedras y hombres.

* * *

Me muero de tristeza,
les dijo, y vino el ángel a ofrecerle
los plumones del ala,
y nunca el cielo estuvo
más cerca de la tierra que esa noche.

La luna en los alcores
y debajo las frondas del olivo
como un millar de lágrimas
plateadas. Y en las piedras
se suelta la fatiga de tres hombres.

Velad por una hora...
Era la última jornada junto a ellos.
Pero ellos se durmieron
como a un tiro de piedra
de la unción última de los olivos.

El ángel acudió
con el cáliz de hiel entre las manos,
y mientras refulgía
de blancura, era agria
la copa que llenara el dulce vino.

Él encendió plegarias
con la voz apagada del sufriente,
y de su solo soplo
se levantó una hoguera
que alma y corazón aun queman vivos.

Con su sudor de sangre
quedó regado aquel bendito huerto,
y nunca la rojez
de un corazón humano
así encendió los ampos divinales.

El ángel se alejó
de huerto con la mácula purpúrea
de la primera sangre
del calvario: un puñado
de rubíes llevados en el ala.

Y Él se allegó a los tres
que nada habían visto, de tan solo
que estuvo en esa hora
de angustia orante
cuando ya se acercaban a buscarlo...

* * *

El Ángel de la aurora
como un relámpago bajó del cielo;
la tierra, estremecida,
tembló al sentir su arribo
y entró la luz en el sepulcro frío.

Mas la densa tiniebla
no temió en nada el resplandor del alba;
un destello fulmíneo
de luz invicta y fuerte
su seno había abierto ya, venciéndola.

(Desde la eternidad,
desde un seno infecundo de tinieblas,
como un puño cerrado
que se abre dispersando
su irradiación de luz maravillosa.)

Con un temblor de alas
en las frondas tupidas de los cedros,
o un trémolo de luz,
el ángel de las níveas
vestiduras hizo rodar la piedra.

(No nos cuentan su nombre,
no hay noticia de espadas ni corceles,
y tampoco sabemos
si sonriera suspenso
sobre el mundo o sentado en una roca.)

Y con almo estupor
las mujeres oyeron sus palabras.
Él les dijo: “no teman,
a quien buscáis vosotras
no lo hallaréis ya nunca en un sepulcro”.

Ven aquí, llega al borde
mordido por tinieblas de mi lecho,
que es muy breve el compás
de tiempo de la aurora,
y temo ya cansarme de esperarte.

IX

blancos son el pañuelo del adiós,
la sábana nupcial,
el pan abierto que su miga ofrece,
la espuma de un suspiro
y los nimbos volubles,

blanca es la tierra dura de los montes,
blanco el velo que oculta el rostro de la novia,
blanca la nieve de las cumbres solas,
blancas las velas de la nave que parte

el fuego en que me quemo nunca es blanco
no me consume en montón de cenizas
desde donde yo pueda renacerme

yo puedo atestiguar de llamas rojas,
del rigor de la hoguera levantada en la noche
con su parva de leño, que era el follaje de árboles que amaba,
con su fuego malvado que no ahúma
para que con mi nombre yo pruebe su fragor
hasta arrancarme el grito
en la consumación infame del tormento

X

miro desde la tierra el relámpago albo
de ningún pañuelo lavado treinta veces
descorazono panes en la cena de los platos vacíos
con el eco vestido de comensal fantasma

XI

y vi partir la nave de velamen prodigioso
que me dejaba en tierra
con el ángel de alas pardas de la espera

XII

contra el muro en la noche
sombra de manos, de hojas de achira,
de perfiles humanos
y la luna dormida
apenas restañando su blancura perdida
con el cuenco de cal de la cala en el lodo

XIII

a costa de los huesos de los muertos
la azucena se viste de candor y blancura
la magnolia custodia la noche de vigilia
en el que el vestido de novia es la mortaja de la doncella muerta
la sangre que retumba en las sienes del vencido
es el sustento vivo de las alas del ángel

XIV

hay en el reverso de las alas
un relámpago blanco:
el vuelo, alto, es vuelo ebrio de azules
en el tumulto puro de luz y de plumas

se van las garzas refulgentes del barbecho al pinar
se van los cisnes por el cielo a los juncales tiernos
yo suelto mi fragata entre las nubes
y vuelo alucinado entre los pájaros

XV

una fragata blanca cruza el mar en mi búsqueda...

XVI

de tu mano soplaras
un puñado de harina
y la harina molar
se hiciera prodigiosa:
un enjambre piadoso de vilanos
en las crines del viento

XVII

oh parvas de algodón, huso de crines prístinas
vellón hilado por el aire oceánico
aquí llegado a la mitad del llano
al igual que la mano de alguien
posada sobre la mirada
con oscurecimiento
de un instante

el volumen voluble
el hervor de vapores en la altura
que se hinchan, se unen y separan

las formas festoneadas
de azogue de relámpago
que el aire quiebra

y ahora ya no es un caballo de nieve
detenido en el cielo sobre campos cercanos
es un carro de guerra
que transportan los vientos

XVIII

Porque también vosotros, oh copos de algodón,
me habéis hecho cerrar los ojos, como en recuerdo
del campo cegador de las salinas,

yo os evoco, siendo que nunca he visto
vuestra blancura intacta bajo el cielo,
pero de sólo imaginarla
me he encandilado como quien es visitado por un ángel.

XIX

saludo al meridiano de luz
alzando mi puñado
de sal
que se une a los fulgores enfilados
debajo del cenit:
mi copa levantada
en la celebración
del sol y de la tierra,
en la tierra de América.

Acerca del autor

Ricardo Ángel Minetti reside en la localidad de Sarmiento, provincia de Santa Fe (Argentina). Obtuvo menciones (José Cibils 1990 y 1991, Santa Fe) y premios (Segundo premio Lermo Rafael Balbi, 1990, Santa Fe y Primer Premio Movimiento Recuperar, 1991, Rafaela) en certámenes provinciales de poesía para autores jóvenes, y Mención de Honor en el Certamen “Junín-País” 2007. Ha publicado los poemarios La Búsqueda (Rosario, marzo de 1994) y Paisajes Interiores (Santa Fe, 2000). Participó en las antologías Palabras en Libertad (Buenos Aires, 2002), y El Deseo de la Palabra (Buenos Aires, Dunken, 2005).