© Ricardo Ángel Minetti

VIII

Pedro, Santiago y Juan
ascienden en silencio hacia la cumbre
por el sendero angosto
que en las laderas áridas
del monte serpentea. Es plena noche.

Otro marcha con ellos,
con sus pies y su túnica que manchan
los senderos terrenos,
que lastiman las piedras
y las zarzas que son creaturas suyas.

Pedro, Santiago y Juan,
en medio del silencio de la noche,
ya más cerca del cielo,
en una cumbre sola
desde donde se ven todos los astros.

En medio ora el Mesías
y de repente el mundo ya no tiene
más que mirar su gloria,
y ofrecer sus materias
como leños, al fuego que aniquila.

Ni la nieve más pura,
ni las bocas sedientas de la sal,
calcinadas de sol,
ni la cal, ni la harina,
podrían ser más blancas que su aura.

La luz nimba al que ora;
con Él bajan a hablar Moisés y Elías
que no entornan sus ojos,
como los tres que temen
y que ha cegado el resplandor celeste.

Mas los ojos humanos
se reconfortan con la augusta nube
donde el trueno es la voz
y el relámpago el signo
ante el cual se posternan piedras y hombres.

* * *

Me muero de tristeza,
les dijo, y vino el ángel a ofrecerle
los plumones del ala,
y nunca el cielo estuvo
más cerca de la tierra que esa noche.

La luna en los alcores
y debajo las frondas del olivo
como un millar de lágrimas
plateadas. Y en las piedras
se suelta la fatiga de tres hombres.

Velad por una hora...
Era la última jornada junto a ellos.
Pero ellos se durmieron
como a un tiro de piedra
de la unción última de los olivos.

El ángel acudió
con el cáliz de hiel entre las manos,
y mientras refulgía
de blancura, era agria
la copa que llenara el dulce vino.

Él encendió plegarias
con la voz apagada del sufriente,
y de su solo soplo
se levantó una hoguera
que alma y corazón aun queman vivos.

Con su sudor de sangre
quedó regado aquel bendito huerto,
y nunca la rojez
de un corazón humano
así encendió los ampos divinales.

El ángel se alejó
de huerto con la mácula purpúrea
de la primera sangre
del calvario: un puñado
de rubíes llevados en el ala.

Y Él se allegó a los tres
que nada habían visto, de tan solo
que estuvo en esa hora
de angustia orante
cuando ya se acercaban a buscarlo...

* * *

El Ángel de la aurora
como un relámpago bajó del cielo;
la tierra, estremecida,
tembló al sentir su arribo
y entró la luz en el sepulcro frío.

Mas la densa tiniebla
no temió en nada el resplandor del alba;
un destello fulmíneo
de luz invicta y fuerte
su seno había abierto ya, venciéndola.

(Desde la eternidad,
desde un seno infecundo de tinieblas,
como un puño cerrado
que se abre dispersando
su irradiación de luz maravillosa.)

Con un temblor de alas
en las frondas tupidas de los cedros,
o un trémolo de luz,
el ángel de las níveas
vestiduras hizo rodar la piedra.

(No nos cuentan su nombre,
no hay noticia de espadas ni corceles,
y tampoco sabemos
si sonriera suspenso
sobre el mundo o sentado en una roca.)

Y con almo estupor
las mujeres oyeron sus palabras.
Él les dijo: “no teman,
a quien buscáis vosotras
no lo hallaréis ya nunca en un sepulcro”.

Ven aquí, llega al borde
mordido por tinieblas de mi lecho,
que es muy breve el compás
de tiempo de la aurora,
y temo ya cansarme de esperarte.

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Acerca del autor

Ricardo Ángel Minetti reside en la localidad de Sarmiento, provincia de Santa Fe (Argentina). Obtuvo menciones (José Cibils 1990 y 1991, Santa Fe) y premios (Segundo premio Lermo Rafael Balbi, 1990, Santa Fe y Primer Premio Movimiento Recuperar, 1991, Rafaela) en certámenes provinciales de poesía para autores jóvenes, y Mención de Honor en el Certamen “Junín-País” 2007. Ha publicado los poemarios La Búsqueda (Rosario, marzo de 1994) y Paisajes Interiores (Santa Fe, 2000). Participó en las antologías Palabras en Libertad (Buenos Aires, 2002), y El Deseo de la Palabra (Buenos Aires, Dunken, 2005).